F. Patricio Barrios Alday
(Artículo publicado en el libro "Retrato hablado de las ciudades de Chile" -actúa como Editor Bernardo Guerrero Ph.D- bajo la línea editorial de LOM y de la Universidad Arturo Prat). ©

“Enero poco, febrero loco”, sentencia la sabiduría popular ariqueña, heredada de los agricultores aymaras, en relación a las lluvias estivales y deshielos cordilleranos o “invierno altiplánico” cuyas aguas escurren copiosamente en verano por el casi siempre seco lecho del río San José que cruza la ciudad. Termino de escribir este artículo impactado, una vez más, por las contradicciones de un país que se enorgullece de sus resultados macroeconómicos y que es incapaz, entre otras cosas, de solucionar tecnológicamanete el aprovechamiento de miles de litros por segundo que se pierden en el mar (y lo contaminan) en una ciudad desértica donde el agua es consustancial a la vida humana y al desarrollo de una mejor agricultura. Quizás sea ésta una de las características del ariqueño. El preguntarse constantemente, como lo dramatizara Shakespeare con su genio literario: ser o no ser. Ser parte de una unidad nacional y, al mismo tiempo, no sentirse parte de ella. Ser el extremo y por extremo olvidado. José, carpintero, esposo de María, recibe cada año los improperios de toda una población que ve destruidas sus chacras, encarecidos sus productos agrícolas, dañadas sus inversiones turísticas, cortados sus caminos y, definitivamente, enturbiado su futuro...
Pero a pesar de ello, es ésta una ciudad “donde la voluntad, trabajo y esfuerzo constante es característica impresa por sus primeros hijos”[1]. Pero ¿cuáles son sus verdaderos hijos?
Para eso están los amigos (y los ex amigos)… para enredar el cuento
Uno de ellos (voy a permitirle que se ubique solito en alguna de las dos categorías) se la jugó por entero apostando que eran más los “extranjeros” que los nacidos en la ciudad. Resultado final: perdió algo más que su orgullo.
Otro, éste sí amigo, afirma en su exquisita retórica que el asunto de la ciudadanía no es una cuestión de placenta telúrica, si no, más bien, una actitud voluntaria de pertenencia y de opción individual de participación activa junto a los bien nacidos en el terruño. Algo así como el recientemente chileno “súperman” Vargas (no cito al “pelao” Acosta, porque se trata de ser positivo, según me pidió el editor) o como que no es condición ineludible el ser contador porque el abuelo y el padre lo fueron, o doctor, o abogado, o ratero (no es ninguna redundancia).
El libre albedrío, según lo sentencia la Biblia, nos permite discernir, escoger, decidir aunque, como decía mi cura de religión en la escuela primaria, después tengamos todo el tiempo del mundo para arrepentirnos mientras nos achicharramos en el fuego eterno.
El asunto es que, amistades más amistades menos, Arica es una historia de ires y de venires, de naceres y de llegares constantes que fueron formando y estructurando la ciudad. Historia (y no me vengan con que la verdadera tiene relación exclusiva con la invención y utilización de la escritura) que se inicia mucho antes de que Felipe II la bautizara como la “Muy Noble y Real Ciudad de San Marcos de Arica” (me imagino la alegría inmensa que deben haber manifestado los negros esclavos y los indios encomenderos por la noticia).
Una amiga aficionada a las artes culinarias, invitada de piedra en una sesuda y profunda conversación entre estudiosos y preocupados (no necesariamente estudiosos preocupados) sobre los orígenes del ariqueño y su verdadera identidad, ante los dimes y diretes de los concurrentes, concluyó prodigiosamente, dejando a todos mudos: “anoten, mijos, que no les cobro nada: carne “mongoliana” a destajo transitada por el estrecho de Bering hace trece mil años y criadita a orillas de las poco tranquilas aguas del Pacífico sur, con claras intenciones de trascender; agregar, como que no quiere la cosa, algo de carne cargada a los glóbulos rojos, criadita sobre los tres mil metros de altura, previamente (a) dorada por el Dios-Sol; mezclar bien hasta que la masa quede homogénea; a continuación, interrumpir abruptamente la acción adicionando, con mucha fuerza y ambición, su buena cuota de raspadillas de metal de armadura reluciente y especias exclusivamente españolas (en este instante, acompañar con rezos, cantos gregorianos y marianos y amenazas contundentes a la masa inicial); a continuación, introducir trozos de carne con negra pigmentación –africana y resistente a los golpes, por supuesto- y otros de coloración amarillenta navegada desde el lejano oriente; revolver a mano e ir agregando, a la vez y lentamente, carne criadita en los alrededores del río Maule, alimentada con sauces y vihuelas; sazonar con mucho salitre, estiércol de aves marinas, historias (verdaderas o falsas) de corsarios y piratas, tajaditas de aceitunas azapeñas, polvos de oro y plata del cerro de Potosí y mucho orgullo. Servir en vajilla de los tiempos del Puerto Libre y, antes de comer, entonar a todo pulmón, Arica, siempre Arica, siempre Arica hasta morir”[2].
A partir de ese instante, la aficionada a las artes culinarias pasó a ser nuestra ex amiga.
Entre el Morro y… el Morro
Más allá de las ironías, el ariqueño por nacimiento o por opción, siente un legítimo orgullo ante el imponente peñón costero que inmortalizara musicalmente Pedro Ariel Olea en el himno de la ciudad. Y no es para menos. Al pie del macizo rocoso, la hoy ciudad ha visto trascender su historia desde los primeros asentamientos poblacionales (con la denominada Cultura Chinchorro); el embarque y desembarque de minerales preciosos e insumos desde y para Potosí, respectivamente; el término de la Guerra del Pacífico con el asalto y toma por la fuerzas chilenas, en 1880; hasta el diseño urbano que ubica, bajo su protección, el centro cívico y clerical. Curioso centro el de Arica que da cuenta de una ciudad que se “cae” al mar por geografía, por historia y porque, en definitiva, las periferias no crecen en la misma proporción con que se alejan del centro (o si no que lo discutan las izquierdas y las derechas no concertacionistas), más aún, teniendo como pie forzado el frontón que significa el Morro, impidiendo su crecimiento urbano hacia el sur.
No hay banderín, afiche o diploma que no luzca el rocoso “símbolo de gloria”. Es que desde que Benjamín Vicuña Mackenna, allá en los siempre sesudos análisis mapochinos, acuñó la célebre frase “no soltéis el Morro”, los ariqueños nacidos y los ariqueños llegados nos creímos profundamente el cuento. Si hasta el moderno molo de atraque del terminal portuario fue construido con las rocas que entregó el Morro, y el brazo que une la isla del Alacrán, y la costanera… y hasta el molo peruano que incluía el Tratado del 29. En la falda del Morro los arqueólogos encontraron los cuerpos momificados artificialmente más antiguos del mundo (“a treinta centímetros los soldados de la Guerra del Pacífico y a cincuenta los cuerpos secos de los indígenas”, era el comentario generalizado cuando, a fines de la década del cincuenta, se comenzó la construcción de las viviendas de la población “Faldeos del Morro”). Al pie del Morro se realizan los desfiles cívico-militares; el desfile de las comparsas en el ya tradicional Carnaval Ginga Ariqueña; las proclamaciones políticas; las demandas de la ciudadanía; las Ferias del Libro; los conciertos de las orquestas de música “clasica”, de Los Jaivas, de Inti Illimani, de Roberto Bravo; las celebraciones de los triunfos deportivos, sean del “Colo” de la “U” o de la “Cato” (de Deportes Arica no, porque ahí si que nos va mal); las despedidas de las cofradías religiosas a fines de Junio y comienzos de Julio. Y para rematar, en el peñón mismo, está instalado el Cristo de la Paz, claro que de espaldas a la ciudad (…perdón, ése es otro tema). Como una mesa de billar cargada para un lado, como la famosa mesa chilena ladeada, todo va a dar al sector sur de la ciudad, al pie del Morro. Como una marejada humana llegan los ariqueños a su templo natural a recuperar el verdadero sentido del concepto “religión”: allí se religan, se juntan, se vuelven a sentir comunidad. Seguramente, en ese lugar, el ariqueñismo –el adquirido con la partida de nacimiento y el adquirido por la residencia y la opción voluntarias- encuentra el eco y la resonancia necesaria de la raíz de la Historia.
Una, dos… ¿tres? fronteras
Ninguna ciudad de Chile exhibe la particularidad de poseer dos fronteras. En consecuencia, los ariqueños, nos sentimos “internacionales” en el verdadero sentido de la palabra. La cercanía geográfica, la historia común, el contacto permanente y las economías regionales interdependientes, han logrado una suerte de interés mutuo del acontecer diario. Así, nos preocupan los cambios políticos, económicos y sociales que ocurren en Perú y Bolivia, tanto como todo lo que sucede al sur de Cuya, “frontera” natural con el resto de Chile. Y esto desde siempre. Los “viejos” recuerdan, todavía, que las únicas radios que se escuchaban eran las peruanas, antes de la gloriosa Radio “El Morro” (para variar). Los “valses” peruanos, con el un, dos, un dos cortito, zapateado en el estribillo y con meneo de cabeza, estaban a la orden del día. Cuentan que en las fondas dieciocheras se iban en puras orquestas “cholas”, desde las melodías tradicionales del criollismo del Rimac hasta los cadenciosos cajones de los negros del Valle de Sama que se confundían (y se siguen confundiendo) con los azapeños color aceituna de primera. Los recuerdos se les vienen encima y se largan a contar de los carnavales con “mistura”, harina y harta agua “para que la tierra se riegue harto, pues, hermanito”, a ritmo de huaynos y tarkeadas bajadas desde las alturas precordilleranas y altiplánicas.
En esta cuestión de las identidades la cosa pareciera ser muy seria. Por más que desde Santiago se iniciara el proceso de “chilenización” en los dos primeros decenios del 1900, el asunto es que por historia o por yuxtaposición (como dicen los estudiosos y preocupados), ritmos más o ritmos menos, siguen conviviendo formas musicales y dancísticas que reflejan algo más que una moda del momento. Entonces, ya no son necesariamente, los huaynos y las tarkeadas (aunque sí los “valses”). Ahora, son los “tropical andino”, la “onda chicha” que con “ese pollito que tú me regalaste” o el “Diles que yo no fui”, en compás de sambo caporal, llenan las pistas de baile del viejo Rosedal y del antiguo Africa 2000. Los “Furia Tropical”, los “Nuevos Furias”, los “Deceos” (sic), los “Claridad Baltazar” compiten con clara ventaja de cantidad de adeptos (aunque no se reconozca públicamante), en esta “internacional” ciudad, con las Britney, las Talías, las Madona, los Jackson. Haga un ejercicio simple: cuando esté en Arica vaya a una fiesta bailable y cuente los enfervorizados bailarines en uno u otro ritmo. Además, no hay cómo perderse: los ariqueños bailamos en fila y en línea, como los danzantes de las cofradías religiosas (¿tendrá algo que ver?).
Bueno, esa dos fronteras nos marcan, nos definen, hasta nos peyorizan en el resto del país. Recuerdo que con ocasión de un Festival Nacional del Folklore, en la ciudad de San Bernardo, en el desfile inaugural, cuando un conjunto ariqueño iniciaba los desplazamientos frente a la Plaza de Armas, el público aglomerándose ante la novedad, gritaba ¡allá vienen los bolivianos!. Esa situación cultural, además del exacerbado y voraz centralismo chileno que, en las últimas dos décadas, ha privilegiado a todo el país con excepción de Arica, hace pensar (y reclamar y maldecir y amenazar) al ariqueño que existen más de dos fronteras para la ciudad: la tercera está en el sur, porque para esta ciudad todo queda al sur.
Una competencia a todo dar (hasta en Vírgenes)
Característica singular y más acendrada que la de Viña del Mar con Valparaíso y la de Coquimbo con La Serena, es la que identifica a Arica con Iquique. Es una cuestión de historia que deberán dilucidar los sociólogos. Mi padre, como todo buen pampino y pescador, además de bueno para los puñetes salió bueno para el fútbol. En los Campeonatos de Fútbol Amateur, cada vez que el seleccionado iquiqueño fletaba (casi siempre) al ariqueño, era requerido para reforzar el plantel clasificado. Bastaba que jugara un solo partido por la oncena de los dragones celestes para que sus coterráneos no lo hablaran por lo menos por dos meses. Así se ha formado el hombre de estas tierras, en un competencia permanente con los vecinos chilenos más cercanos. Cuando Carlos Ibáñez del Campo declaró Puerto Libre para Arica, los iquiqueños lloraron. Cuando Pinochet declaró Zona Franca a Iquique, los ariqueños lloramos. Cuando los dos equipos de fútbol jugaban en la Segunda División del Fútbol “rentado” eran noticia regional, cuando subieron a “Primera” eran noticia nacional, ahora que volvieron a segunda y a palos con el águila, siguen siendo noticia, no por el popular deporte, si no, más bien, por las roscas, las quemazones en las graderías y las agresiones extraestadio. Algo así como los clásicos de Colo-Colo y la Universidad de Chile, pero en versión regional. Y más encima, tienen el mismo color de camiseta. Un despistado concurrente a una versión de estos amigables partidos no entendería mucho porque pensaría que el estadio estaba lleno de “huecos” y de “llamos”.
Larga es la lista de las “diferencias” con nuestros hermanos de la “tierra de campeones” (no se preocupe, señor editor, no voy a continuar la frasesita que rima tan perfectamente), pero basta con decir que hasta en la religiosidad popular (ojalá no se enojen con este término los católicos) se refleja esta situación. Por una lado, la Virgen del Carmen de la Tirana, en Iquique y, por otro, La Virgen del Rosario de Las Peñas, en Arica (para nada quise insinuar una contienda boxística). La devoción mariana de este país se refleja con mayor fuerza en el extremo norte de Chile, donde miles y miles de danzantes, músicos, devotos, peregrinos, promesantes (y también comerciantes inescrupulosos) rinden homenaje a la madre de Jesús. Hay cofradías de La Tirana que por nada del mundo asisten a la fiesta de Las Peñas, y viceversa. ¿Será para tanto? Aunque hay otras, “pluralistas, unitarias, amplias de criterio”, que no se hacen problemas.
Es tan fuerte la devoción del común de los ariqueños por la Virgen del Rosario que hasta le fue propuesto a la Municipalidad el levantamiento de una gran figura en el sector más alto del Cerro de La Cruz (frente al Morro, otra vez), cuyo oneroso financiamiento se lograría con una colecta ciudadana. Está de más decir que a las iglesias protestantes no les gustó mucho ninguna de las dos ideas. Bueno, yo no me atrevería a afirmar cuál de las dos concede más favores. El próximo año, en Julio en La Tirana y en Octubre en Las Peñas, cuando les pida que Arica sea Región, que se solucione el problema de las crecidas del río San José, que se termine el tremendo montón de cesantes y que el Poder Ejecutivo se traslade a esta ciudad, les podré tener noticias.
De guayabas y maracuyás… (y de la ex amiga)
Si hay algo de lo que los ariqueños nos sentimos orgullosos por la ciudad es del enamoramiento que les produce a los visitantes. Como buena amante, los acaricia, los trata bien, no les exige nada. Pero cuando se produce el matrimonio y el visitante decide “arrancharse”, la cosa cambia (como en todos los matrimonios). La culpa de este amor apasionado por esta tierra soleada la tienen las guayabas. Dicen que aquel que llega y las come (las disfruta, diría yo), regresa una y otra vez hasta quedarse. A los que nacimos aquí nos deben haber preparado la mamadera con leche y guayaba, porque es imposible alejarse y no regresar para siempre. Ahora, si a la guayaba se le agrega un poco de pisco ( los ariqueños más viejos dicen que tiene que ser pisco de Pisco, Perú), la cosa se pone más seria. En los últimos años se le descubrió las mismas propiedades al maracuyá (seguramente algún diabético con problemas de azúcar que no podía comer la amarilla y dulce carne guayabera).
En definitiva, yo creo que los ariqueños, en términos de herencia cultural, no tenemos que ver mucho con los españoles, más bien con los portugueses que dominaron y colonizaron Brasil. Porque, al igual que los amigos cariocas, tenemos las mejores playas, el mejor clima, las mujeres más lindas, poseemos la eterna primavera, las aceitunas, tomates, choclos más grandes y más sabrosos y…el único Morro.
Estoy pensando, seriamente, en llamar a esa ex amiga, esa, la aficionada a las artes culinarias. Después de escribir estas líneas, he llegado a la conclusión que su receta se quedó corta, definitivamente le faltaron ingredientes. Apenas termine, la llamo, le pido disculpas, la invito a un maracuyá “sauer” y la abrazo: ¡Pero qué grande, eres, amiga mía, no hay ninguna duda de que eres una legítima ariqueña!
[1] Historia de Arica. Luis Galdámez Rosas y otros. 1981.
[2] Versos finales del Himno de Arica.



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