Este sábado 16 -día de la "chinita" del Carmen-, con sonidos de tambores, trompetas y zampoñas, aparece el cuarto volumen de la serie "Crónicas y leyendas de Arica y Parinacota", de Hermann Mondaca Raiteri (1995), basada en la obra inédita de su papá-abuelo Alfredo Raiteri, cuyo importante nombre y presencia ostenta la Casa de la Cultura de Arica. Este cuarto volumen viene con un prólogo de mi autoría, con cuya solicitud me honró el autor:

Del dar, del recibir, del devolver ©
F. Patricio Barrios Alday
La cuestión del amor, en definitiva y sin ningún derecho a pataleo, es una cosa muy seria, como decía el payaso “Serruchito”. Cuando se sufre la picada del bicho ése o se es atravesado –cual San Sebastián adorado allá en Yumbel- por la flecha cupidezca del angelito que de bondadoso debe tener muy poco (¡miren que andar asaetando gente a diestra y siniestra!), no hay ni pomadas para hacerle friegas a la razón, ni antibiótico inyectable para acorazarse de duro e infranqueable, ni ungüentos, ni cataplasmas, ni hierbas, ni ventosas que alivien el corazón...
Octavio Paz y Fidel Sepúlveda, con su exquisita palabra, nos convencen de que es asunto humano –muy humano- de verse en “el otro” o en “lo otro” para construir el necesario e ineludible “nosotros”, existente solamente en la “otredad”. O como en su cadencioso y profundo son poético, Nicolás Guillén nos insiste que “si yo soy tú lo mismo que tú eres yo”, para reencontrar esta “otredad” en la construcción del propio ser comunitario. Y esta es una cuestión de amor. De reconstruir el tiempo y el espacio necesarios para estructurar la relación amorosa significativamente evidenciada en el don ancestral del dar, del recibir y del devolver.
Y me refiero a esto con el único fin de decir que Alfredo Raiteri Cortés, fue un enronchado permanente por la picadura del aquel bicho, que perdió la cuenta de la cantidad de flechas que atravesaron su corazón lanzadas desde la historia enarcada de una tierra que llenó cada célula de su cuerpo, germinando como llareta, lenta pero poderosa, suave pero candente, hermosa pero permanentemente hermosa. Sin filosofar en torno a la “otredad” fue capaz de vivirla, de palparla, de construirla, de definirla, de estructurarla como una “fiesta” del “ser” y del “estar”, como una “fiesta” de su gente, de su pueblo, del cual, a su vez, también era la gente de “los otros”.
Porque, de seguro, por el respeto que siempre le inspiró cada una de las manifestaciones culturales de los hombres y mujeres de “su” tierra, no adscribió a la sentencia que Jean Jacques Rousseau definiera en una de sus cartas a D’Alembert, que decía: “Plantad en el centro de una plaza un palo con una guirnalda, reunid al pueblo y habréis obtenido una fiesta”.
No. Porque la “fiesta”, el construir comunidad, estructurada en el “ser” y en el “estar”, en el compartir el “don”, significa –como lo plantea Karl Kerenyi- que es el tiempo del presente, porque lleva consigo aquel elemento de inmediatez y de conmoción que transforma el tiempo mismo en momento creativo. Y cada momento de la tremenda y fructífera vida de Alfredo Raiteri Cortés estuvo siempre marcada por esa inmediatez ariqueña –arenosa y marítima, agrícola y desértica, aymara-negra-española-oriental y pampina- que lo transformó en un consuetudinario cronista, en un viajero del tiempo y en un creador y recreador constante de la Historia y de las historias.
Porque nunca –y la lectura de sus escritos así lo demuestra- se sintió ajeno a sus relatos. Cada uno de ellos, junto con ser la historia de su tierra, fue su propia historia, lección primera a aprender y aprehender para aquellos que pretendemos llegar al entendimiento de las identidades culturales. Furio Jesi (y pido disculpas por las citas, pero no es lo mismo en este país que lo diga un simple mortal como el suscrito) lo sentencia así: “Ellos vieron a los diversos, pero no vieron lo que los diversos estaban viendo. Los vieron ver, pero no vieron el objeto de la visión”. Esta aseveración tan clara, nos habla de la imposibilidad de ser parte de una comunidad sin participar de ella como sujeto activo. Al plantear Jesi esta situación se refería a que los primeros etnógrafos y antropólogos, frente a los “fenómenos culturales” de las comunidades denominadas “salvajes”, adoptaron una postura de espectadores y, precisamente, en razón de aquella actitud no percibieron la esencia de la cotidianeidad. Bajo ningún punto de vista, Alfredo Raiteri, puede ser incorporado en esa equivocada generación de estudiosos que renegó de la observación participante.
Recogió, compiló, leyó, escuchó, interpretó historias, relatos, testimonios. Y estudió, y confirmó, y respaldó cada dato, cada referencia, cada pedazo de geografía citada, cada trozo de vida como parte del todo. Y allí está su obra. Entre olvidada y postergada. Entre desconocida y arrinconada. Entre encarcelada y relegada. Como detenida desaparecida. Como en secuestro permanente. Pero existiendo. Como el amor. Como el dar, el recibir, el devolver.
Como la vida de Alfredo Raiteri Cortés, que fue todo dar, todo recibir, todo devolver... a su tierra, a su gente, a sus ariqueñas y a sus ariqueños.
Pero cosa curiosa, como decía “Serruchito”. En ese dar constante, en ese entregar permanente, en el tiempo y en el espacio lárico, en el silencio construido entre historias de corsarios que asolaban el puerto de Potosí, de ñustas fértiles originarias de mitos y leyendas, de maremotos que dibujaban y redibujaban una y otra vez las costas ariqueñas y de campanas con tañidos mesiánicos, historias germinadas en la voz de abuelo privilegiado; oídos infantiles recibían, acumulaban, soñaban, aventuraban, protagonizaban cada escena, cada acción, cada camino, cada vida contada.
Y así como Alfredo Raiteri Cortés sintió la necesidad de dar por lo recibido, en una recuperación de la reciprocidad constante, Hermann Mondaca Raiteri, reinicia el ciclo –aprendiz aventajado de maestro- para devolver no sólo al abuelo-padre, sino a la tierra-madre uteral, el recibir la vida, el recibir las historias que, aún sin nacer, ya le correspondían por obra y gracia de la pertenencia, y de la territorialidad.
Entonces, nos encontramos con un texto único que nos habla, que nos dice, que nos conmueve, que nos remueve, que nos liga y religa a la única propiedad que reivindica el concepto: la identidad voluntariamente asumida y, por lo tanto, constructora de comunidad/colectividad.
Con un texto único cronizado –permítaseme la licencia- a dos manos, a dos cabezas, a dos corazones, a dos generaciones, transformado todo en singular unidad, consecuencia del asumir “la otredad”. En definitiva, producto del amor de Alfredo-abuelo-nieto-Hermann, dos asaetados, dos enronchados, dos cronistas, dos soñadores, dos constructores, dos Quijotes, en este año en que se cumplen cuatrocientos años desde que saliera a cabalgar desde un lugar de La Mancha, de cuyo nombre sí quiero acordarme.



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