Un análisis en relación a tiempos, presencias,participación y dualidad ©
F. Patricio Barrios Alday 
 (Publicado en el volúmen XVI de la Revista "AISTHESIS", de la Pontificia Universidad Católica de Chile)
I. Introducción
“Plantad en el centro de una plaza un palo con una guirnalda, reunid al pueblo y habréis obtenido una fiesta”.
Esta frase correspondiente a Jean Jacques Rousseau y contenida en su “Carta a D’Alembert sobre los espectáculos” refleja el pensamiento enciclopedista del siglo XVIII que , en muchos casos, perdura hasta hoy día.
En efecto, los enciclopedistas, ilustrados, basados en la racionalidad más absoluta, nacida de su iluminismo filosófico en torno a la intelectualidad de la época (aristócratas, hombres de letras, magistrados, poderosos burgueses), se sentían llamados a iluminar las mentes de los no racionales, los no intelectuales, los no iniciados en la verdad que ellos poseían.
La tentación intelectual de definir las formas de vida de los demás, hecha carne en la frase popular “a los tontos hay que hacerles el bien a la fuerza”, ha redundado en una serie de errores históricos y conceptualizaciones equívocas de las formas de ser y hacer de las comunidades...
Entonces, con el respeto que nos merece J. J. Rousseau, por su aporte a lo que después fue la Revolución Francesa, con la consecuencia independentista que significó para América, me permito rehacer la frase inicial, para comenzar una aproximación a los tiempos, a las presencias, a la participación y a las dualidades en dos fiesta del norte grande:
“Ved cómo el pueblo planta en el centro de su plaza un palo con guirnalda y observad y maravillaos de su propia fiesta”.
II. Una cuestión de tiempos y de presencias
Kerenyi nos plantea que la fiesta es “el tiempo del presente”, porque “lleva consigo aquel elemento de inmediatez y de conmoción que transforma el tiempo mismo en momento creativo”.
Pero, tratando de representar e interpretar –con los riesgos que ello implica- lo que ha abordado en reiteradas ocasiones Fidel Sepúlveda, la inmediatez no sólo se revela con la presencialidad en el tiempo, sino, también, con la ausencialidad en el espacio que precisa de la distancia, por lo tanto “el tiempo del presente” que produce el “elemento de inmediatez” y se convierte en “momento creativo”, según Kerenyi, se nutre de la distancialidad temporal que, a su vez, ha generado otros “momentos creativos” y otros “tiempos presentes” que se transforman, dialécticamente, en memoria colectiva y compartida. Momentos creativos y tiempos presentes de otros que “han sido” y “han estado”.
En un artículo de la Revista “Comunitá”, Furio Jesi afirma que “la fiesta es la radicación de la colectividad en su íntimo, es la fundación de la colectividad... su prerrogativa es la de determinar un centro en la colectividad”. En este sentido, aceptando que la fiesta es “tiempo presente” y “momento creativo”, que requiere un tiempo y un espacio, debemos asumir que la construcción de ese espacio –a través de ella- trae consigo la historia y la tradición que, paralelamente, es tiempo, tiempo acumulado a la vez de historia y de tradición. En esa perspectiva, la comunidad construye lo íntimo, reconoce su fundación y formula su centro.
Si tuviésemos que predeterminar la jerarquía entre el tiempo y el espacio para la ocasionalidad de la fiesta en su función de identidad y de centro fundacional de la comunidad o colectividad, deberíamos enfrentar tal tarea tratando de interpretar, otra vez, a Sepúlveda para determinar las importancias del “ser” y del “estar”. En términos de identidad o de referencia individual respecto a la pluralidad de la comunidad, se “es” y se “está” naturalmente en el tiempo y en el espacio compartido con otros iguales. El tiempo y el espacio le entregan al sujeto la identificación con lo propio que es, al mismo tiempo, lo de los demás, con lo adquirido y con lo proyectado de comunidad compartida. No se puede “estar” sin “ser”. Es decir, el individuo puede “estar” en un lugar determinado, pero si no se asume culturalmente “voluntario” con la historia y con la tradición de ese lugar, no llega a integrar el “ser” de la comunidad correspondiente. Por el contrario, al no pertenecer a ese espacio –que es, paralelamente, vida y proyecto de vida- debe pertenecer a otro con su propia historia y su propia tradición que le permite “ser” aún en la distancia. Entonces, se puede “ser” sin “estar”. Se puede tener presencialidad sin inmediatez y presencialidad en la distancia, sin que esto signifique ausencialidad del ser.
Los residentes extranjeros en nuestro país, sin “estar” siguen “siendo”, perteneciendo a la identidad de la cultura que les formó, sin dejar de lado sus festividades y sus celebraciones. Los aymara migrantes, los nacidos y criados en la pampa salitrera, sin vivir diariamente en sus pueblos los primeros, o no teniendo ya pueblos los segundos, mantienen las creencias y los recordatorios de sus fechas más importantes, participando activamente de lo histórico y lo tradicionalmente propio, y manteniendo lo que fueron sus antecesores y lo que serán ellos y sus hijos, en el sentido de pertenencia, último fin del “ser” y que da sentido a la existencia: carnavales, “wilanchas”, cruz de mayo, San Lorenzo, patrono de los mineros, por ejemplo.
Si bien es cierto la fiesta hecha presente –con todo su pasado- se circunscribe a un espacio que determina y es determinado por un sitio que se transforma en el lugar donde converge e irradia la colectividad , no es éste un espacio cualquiera. Es un espacio dinámico y renovador del cuerpo social que se carga de fertilidad y que, a la vez, es depositario fecundo de lo aprendido y lo aprehendido en términos cognitivos y de identidad y no necesariamente un simple espacio físico.
Así, la inmediatez del “tiempo presente” y del “momento creativo” kerenyanos, con su ruptura del tiempo histórico y de afirmación del presente, pasa sólo a un plano de formulación teórica interesante, a la luz de la pertenencia de la fiesta al “conjunto complejo que abarca los saberes, las creencias, el arte, las costumbres, el derecho, así como toda disposición o uso adquiridos por el hombre viviendo en sociedad” que es la cultura.
III. La participación como elemento de integración
“Ellos vieron la fiesta de los diversos, pero no vieron lo que los diversos estaban viendo. Los vieron ver, pero no vieron el objeto de la visión”. Esta sentencia tan clara del ya citado Furio Jesi, nos habla de la imposibilidad de ser parte de la fiesta sin participar de ella como sujeto activo. De otra forma, la fiesta será apreciada como una puesta en escena, como un espectáculo, como una representación, despojándola de su verdadero sentido. Al plantear Jesi esta situación se refería a que los primeros etnógrafos, frente a los fenómenos festivos de las comunidades denominadas “salvajes”, adoptaron una postura de espectadores y, “precisamente, en razón de ella no percibieron la esencia de la festividad”.
La colectividad/comunidad, formada por hombres y por mujeres consecuencias de cultura, no actúan, no espectacularizan, no representan una fiesta. A través de ella se reconocen, se redescubren, se reinventan, y se asumen en el “ser” íntimo de la pertenencia y de la complementariedad que les entregan la posibilidad del “estar”. Pertenencia y complementariedad que se transforman en integradora de objetivos comunes, en participativa de la construcción de proyectos de vida, entendiendo como estos proyectos de vida la permanencia y trascendencia de la propia colectividad/comunidad.
Siguiendo a Antonin Artaud en su texto “El teatro y su doble” –aún a costa de no ser aceptado por los defensores del purismo de las muestras folklóricas y del teatro costumbrista-, tenemos que plantear que la realidad no es una representación ni es posible representarla en toda su dimensión. La realidad es algo presente –con toda su carga de pasado- que podemos presenciar. Y la presencialidad es la verdad y es el vivir. Lo otro, la representación, es tratar de reconstruir una verdad mediante una ficción.
Así, entonces, nos estamos refiriendo a la condición ineludible de la participación para la generación de la integración y, al existir esta última, produce comunidad, colectividad y, por lo tanto identidad. Pero no esa noción de identidad –como bien explica Ambrosio Fornet en La Gaceta de Cuba- que se confunde con homogeneidad, destinada al limbo de la esencias nacionales o regionales que deber ser preservadas de toda contaminación para evitar que se desintegren al contacto con la atmósfera cosmopolita del mundo contemporáneo. Porque huyendo de este peligro que implicaría “desterritorializar” el análisis de cultura (y por tanto de identidad, y por tanto de la fiesta), caeríamos en otro peligro equivalente que es el de “inmovilizarla”. De esta manera, cada sujeto, cada hombre y cada mujer perteneciente a la comunidad/colectividad, aportan su propia individualidad y su crecimiento particular –en el contexto de lo ancestral aprendido y aprehendido y de lo dinámico, entregando ricas variantes que se internalizan y se transforman en propias y beneficiosas para el grupo. De otra forma, cediendo a la tentación de la nostalgia, acabaríamos reconociendo en la arqueología y en el folklore los únicos espacios legítimos de la actividad cultural.
IV. Las oposiciones en la construcción de la unidad
Apuntábamos, en 1993, en el manual de “Folklore y Escenario”, en relación a la puesta en escena que “el contraste es el aspecto central de la forma. Cuando no hay contraste no puede, realmente, haber forma, porque no hay una base de comparación”. Hoy, podemos agregar que “la forma”, en la vida diaria, es la presencialización física del “fondo”. Conocemos de la existencia de la curvatura de las olas del mar por su contraste con la visualización de la horizontalidad. De la oscuridad por la luz, de la vejez por la juventud. Pero la curvatura y la horizontalidad, la oscuridad y la luz, y la vejez y la juventud no existen como conceptos separados sino que se manifiestan en la unidad de la comparación, no existen ni siquiera en un paralelismo permanente equidistante, sino en la integración más completa y más rotunda de la vida.
Esta posición constante ha sido asumida por cada colectividad/comunidad como el equilibrio imprescindible para la unidad, no en la perspectiva de la descalificación y la anulación oposicional, y sí en lo necesario de la referencia y de la comparación que entrega, en definitiva, su existencia. No entenderíamos, por ejemplo, el sentido de la “felicidad” si ésta fuera una situación constante o única en el devenir humano. Entonces, las dualidades, el contraste, las oposiciones son imprescindibles en la construcción de la unidad. Son generadores de la participación de lo diverso para la conformación de la integración. Porque, en definitiva, quienes se integran no son los iguales porque no lo necesitan, sino los diversos que aportan las variantes y dinamizan el acontecer cultural. Como anotábamos en la ponencia que presentáramos, en 1998, en el congreso Literatura y Género, organizado por la Universidad de Tarapacá: “La identidad, al ser considerada “conciencia individual” subordinada al grado de “conciencia colectiva”, por pertenencia y por identificación voluntaria, se constituye por una serie de aportes subjetivos, condicionados por la retroalimentación de la herencia cultural”.
La comparación entre los opuestos –el contraste- le ofrece a la colectividad/comunidad la posibilidad de internalizar la existencia de la diversidad, reconocerse en las diferencias individuales, para, desde allí, redescubrirse y reconstruirse en un todo común, integrado y único. Más aún, cuando, es capaz de reinventarla y reformularla, como veremos más adelante.
V. Dos fiestas del Norte Grande en un análisis
Con los elementos de tiempo y presencia, de participación e integración, y de las oposiciones de las dualidades, trataré de iniciar un acercamiento al análisis de dos fiestas del norte grande que, por sus características, nos plantean conceptos y acciones diferentes: por un lado, la mantención inalterable de una estructura cosmogónica que trasciende el tiempo y el espacio como se presenta en el “carnaval”, y, por otro, la amalgama de conceptos cristianos y nativos, en el caso de las cofradías religiosas de La Tirana y de Livílcar.
1. Carnaval
A pesar de que existen antecedentes de su práctica en España –conocida como “la fiesta de la carne”- que podrían demostrar su “préstamo” a América, ofrece una estructura particular alejada de los sucesos festivos occidentales. En efecto, su fecha movible en relación a cuarenta días antes de la Semana Santa, coincide con la época de lluvias estivales en la precordillera y altiplano, signo de la fecundación de la tierra y, por tanto, el inicio de una fertilidad generalizada. Sucede cuando “uma”, el agua, se une con “pacha”, la tierra para reengendrar y reproducir la vida. Esta fecundidad está simbólicamente representada por una figura de trapo, con característica humanas, reconocida con el nombre de “ño Carnaval”, “ño Carnavalón” o “el abuelo”, entregándosele la categoría de “jañacho”, es decir, de semental, capaz de “dejar preñada a una mujer con sólo mirarla”.
1.1Tiempo y presencia de la fiesta de carnaval
El carnaval, de una semana de duración, es, por esencia, “la fiesta de la radicación de la colectividad en su íntimo”, capaz de generar el “centro de la colectividad”, de regenerar, a través de la dimensión temporal de la fecundidad, los espacios perdidos y/o abandonados por las constantes migraciones a la ciudad. Los espacios que se transforman en los lugares donde converge e irradia la colectividad y donde ésta recupera lo ancestralmente aprehendido y lo reproduce en sus nuevos miembros a través de la imitación.
Si bien es cierto, esta fiesta se celebra en cada pueblo altiplánico y precordillerano con la presencia de muchos lugareños que viven en la ciudad y que regresan a su pueblo de origen con su ocasionalidad, haciendo realidad el “ser” y el “estar”, no lo es menos que gran cantidad de aymaras y descendientes de aymaras, impedidos de participar de ella en el espacio geográfico natal, construyen –en la propia ciudad- el espacio necesario para celebrar la fertilidad y mantener el sentido de pertenencia que les permite seguir “siendo”. Así, coloridas comparsas, al ritmo y melodías de bombos y “tarkas” o “anatas” (en aymara, carnaval), presididas por el infaltable “ño Carnaval”, recorren el “sitio” elegido, que se transforma en “el lugar donde converge e irradia la colectividad”.
El tiempo del carnaval está claramente definido. Su espacio se determina en la medida que exista una comunidad, o parte de una comunidad, que no puede compartir el natural. En esta última situación –cosa que no ocurre con otras fiestas de la zona- esta comunidad es capaz de reconstruir el espacio necesario con la carga de identidad y de pertenencia correspondientes. Entonces, en la fiesta de carnaval, en la situación de no participar de ella en el propio pueblo “se puede tener presencialiad sin inmediatez y presencialidad en la distancia, sin que esto signifique ausencialidad del ser”.
1.2 Participación e integración a través de la fiesta de carnaval
Como ninguna otra, esta fiesta es absolutamente participativa. Al estar relacionada directamente con la cosmogonía particular de la colectividad que la celebra, con sus propios signos, le permitirá al hombre y a la mujer acceder a las facultades de la fertilidad y la fecundidad, por lo que no se restan a su participación. Y al participar de la fertilidad y la fecundidad entregada por el símbolo del carnaval (el muñeco), junto con asegurar la proyección individual de descendencia están, también, reafirmando la proyección, la descendencia y la permanencia de la comunidad.
El uso de máscaras o, simplemente, pintarse la cara con harina –que podría parecer una actividad lúdica entre las distintas manifestaciones del carnaval- aparece como una condición importante en una doble dimensión: primero, en la de parecerse al otro, en la posibilidad de que todos sean iguales en la forma y en el fondo, en la perspectiva de constituir una sola imagen identificatoria y profundamente integradora de los participantes y, segundo, en la de ocultamiento de la individualidad. Según algunos investigadores –entre los que me cuento- el uso de la máscara o el de pintarse la cara obedecería a una centenaria costumbre nacida desde la audacia y el temor: desde la audacia toda vez que ante la prohibición del “conquistador” de celebrar “actos paganos”, reñidos con la enseñanzas cristianas, continuaron con sus práctica; y, desde el temor, por la necesidad de ocultar sus rostros para no recibir el castigo tanto de los “conquistadores” como del “dios de los conquistadores”, en el caso de que tuvieran razón y los descubrieran en el supuesto paganismo.
Las actividades comunitarias previas a la celebración del carnaval (preparación, afinamiento y “challa”* de instrumentos; confección de “anguñas”* con productos de la tierra que serán colgadas sobre el cuerpo de “ño Carnaval”; la realización de otros muñecos menores, con las mismas facultades que el principal (pero menos “potentes”) y la preocupación por conseguir los alimentos, el alcohol y “misturas”*) que serán compartidos durante varios días; manifiestan una actitud participativa e integradora sólo comparables con los días previos al “pachallampe”*, al “floreo”* de animales y a la celebración de “wilanchas”*, todas ellas, al igual que el carnaval, relacionadas con la fertilidad y la trascendencia.
La música (pentatónica) y las danzas, preferentemente en círculo, decodificado como unidad (“ármese la rueda con formalidad, que dirá la gente, somos para ná’. Cantemos, bailemos hasta que reviente, agua colorada”), lleva a los participantes hasta el cerro en el que fue dejado el año anterior el muñeco, donde se le agradece por el año de fertilidad y de protección, limpiando o cambiando su ropa y trasladándolo, en una entrada triunfal, hasta el lugar principal del pueblo o del “sitio” elegido.
1.3. La oposición en la unidad del carnaval
Hemos dicho que la oposición es asumida como el equilibrio necesario para la unidad. La necesidad de verse en el otro y que ese otro sea semejante a uno, de construir el “nosotros” por referencia y por comparación. Como explica Sepúlveda en “Estética e Identidad”, en relación a Octavio Paz, “es poner en libertad la materia donde ‘ser otra cosa’ quiere decir ser ‘la misma cosa’: la cosa misma, aquello que real y primitivamente son”.
La oposición, la dualidad, el contraste, se da en los carnavales en cada una de sus manifestaciones. En lo musical, las referencias a las comparaciones de lugares geográficos (“Sipisita linda, huachalla, Sotoca mejor, huachalla”) o a las divisiones de “comuna de arriba” y “comuna de abajo” que antiguamente tenían los poblados y que, al no existir hoy, las reconstruyen para la ocasión (“somos los leones de los arajj saya, no co’manka saya se echan a morir”) van dibujando una oposición unificadora que trasciende lo interpretativo del canto transformándose en “forma” que presencializa el “fondo”. En lo dancístico, la disolución de la “rueda” lleva a la danza en hileras de hombres y de mujeres que enfrentados en movimientos y desplazamientos, con llamativos pañuelos de colores que mueven acompasadamente de un lado a otro, vuelven a unificarse en una hilera única, imitando los movimientos de la pareja que encabeza la columna, hasta llegar al centro presidido por “ño Carnaval” donde se vuelve a bailar en ronda. La diversidad que vuelve a ser unidad y que, a través de la “rueda”, vuelve a ser comunidad.
Pero existe una situación donde se manifiesta profundamente la dualidad, el contraste. Como en la “wilancha” donde se procura la muerte para mantener la vida, en el último día, cuando se lleva al muñeco hasta el mismo cerro desde donde “visualiza” todo el pueblo, e inmediatamente después que éste lea “su testamento”, se produce la oposición más grande para la construcción de la unidad: “ño Carnaval” es dejado en la más rotunda soledad para que esa soledad permita su compañía a la comunidad. Es un año completo, un ciclo completo de ausencia y presencia a la vez, de abandono y protección simultáneos, de distancia y de inmediatez.
La despedida transformada en “cacharpalla” encuentra a los participantes en una profunda congoja y, al mismo tiempo, en una gran alegría. Termina un ciclo y comienza otro. El término de la fiesta (“ya se van los carnavales, para el año volveremos”) implica la recreación permanente de la vida de la colectividad/comunidad. El testamento del “abuelo” contendrá siempre los deseos de la trascendencia del pueblo, de su gente, de la multiplicación de sus animales, de la fecundidad de sus tierras... y de no olvidarse de “este viejo que se queda solo, pero recuerden que tienen que cuidar a sus mujeres porque con sólo mirarlas las dejo preñadas”.
2. La fiesta de los promesantes de La Tirana y de Las Peñas
He preferido titular esta parte como “la fiesta de los promesantes” en función de rescatar la condición de participación para la integración. Porque tanto en La Tirana como en la quebrada de Livílcar, la manifestación tiene una doble connotación: el de fiesta propiamente tal que desarrollan y presencializan los devotos, y el de espectáculo que observa el visitante en general. Además, he unificado para este trabajo a los promesantes de la virgen del Carmen y a los de la del Rosario, en tanto tienen los mismos fines y las mismas estructuras, aún dando cuenta que la temporalidad cronológica difiere una de otra.
Tanto la fiesta de la Virgen del Carmen de La Tirana, al interior de Iquique, como la fiesta de la Virgen del Rosario de Las Peñas, en la precordillera de Arica, nacen en la religiosidad popular basándose, ambas, en sendas leyendas que tienen que ver con la conversión y la veneración, respectivamente. Así, la pagana y tirana ñusta Huillac de la pampa del Tamarugal se convierte al catolicismo, asumiendo a la virgen del Carmen como su patrona, y la imagen no venerada lo suficiente en el pueblo de Carangas se transforma en paloma y busca un lugar de real adoración, llegando a la quebrada de Livílcar tomando su forma inicial e integrándose a la roca.
Sin entrar, todavía, al análisis de la dualidad y las oposiciones, tenemos, por una lado la concepción mariana del catolicismo, de veneración a “la madre de Dios” y, por otro, la ancestralidad de la danza como ofrenda y adoración a lo divino. Esta última condicionante, termina por estructurar agrupaciones de “danzantes” que, representando distintos segmentos y/o grupos sociales y/o culturales, agradecen favores concedidos y solicitan otros. Estas solicitudes son denominadas “mandas” y se comprometen por cinco años o más, de acuerdo a la importancia que el solicitante le entrega a su de-manda.
Estas agrupaciones de danzantes, toman el nombre de “sociedades” o “cofradías” y pueden estar formados por hombres y mujeres o solamente por hombres (“Hijos de Livílcar”) o solamente por mujeres (“Hijas de María”) y, asumen, en la práctica una orgánica administrativa como cualquier otra organización social funcional o territorial. Ahora bien, los integrantes de la “sociedad” o “cofradía” son “socios del baile”, pero no solamente los danzantes son socios, sino que otras personas, sin ser ni bailarines ni músicos, pueden acceder a esa calidad aportando con trabajo administrativo y de consecución de recursos económicos para la confección de trajes, para el pago de “la banda”, para el traslado hasta los respectivos santuarios y para la alimentación y la pernoctación durante los días de la festividad.
He querido estructurar este análisis en función de las “sociedades danzantes” puesto que ellos temporalizan, presencializan, participan directamente y manifiestan, a través de la danza, las oposiciones, elementos que hemos considerado para él y que constituyen, en definitiva, la verdadera fiesta.
2.1. La temporalidad y la presencialidad de los promesantes-danzantes
A diferencia de los carnavales, donde fundamentalmente es un grupo étnico el que los presencializa, la calidad de “promesante” no requiere una etnicidad determinada. El eje central de la participación, en lo general, obedece a la fe y a la devoción. Entonces, la temporalidad está marcada por la calendarización católica (16 de julio en La Tirana y primer domingo de octubre y 8 de diciembre, “Inmaculada Concepción, en Las Peñas). La actividad dancística de las “sociedades”, para que se genere la fiesta, requiere, sin ninguna duda, de la presencialidad y de la inmediatez en el espacio. No existe posibilidad de generar un “sitio” distinto en el cual radique “la colectividad en su íntimo”. En este caso, la distancialidad produce ausencialidad definitiva. No es posible “ser” sin “estar”. Sólo el “estar” desarrollará, al decir de Maturana, el “emocionar” y el “lenguajear” colectivo, mientras el “ser” –reflexivo en esencia- aparece como una consecuencia de este “estar”. No es posible ni para la Iglesia Católica ni para los promesantes reconstruir otro espacio sagrado en la ocasionalidad cronológica de los sucesos marianos en comento, sin caer en la sentencia primera de J. J. Rousseau y, por lo tanto, en la incapacidad de tener una fiesta real.
Decíamos al comienzo que estas fiestas tenían una doble connotación: la de la devoción y la del espectáculo, en relación a los participantes directos y a los observadores. Pero es necesario apuntar, también, que la espectacularización y la actuación se viene dando, en algunos casos, en aquellos que supuestamente presencializan y “viven” directamente la festividad. Muchas “sociedades” cuentan con familias completas entre sus danzantes, conviviendo hasta tres generaciones, lo que viene a transformarse prácticamente en una tradición. Sucede, como es de suponer, con las agrupaciones más antiguas (“gitanos”, “chunchos”, “morenos”, etc.). Pero, desde hace algunos años, con la aparición de “cofradías” que toman las formas dancísticas y carnavalescas de Perú y de Bolivia, con coloridos y brillantes trajes y “espectaculares” y “acrobáticas” coreografías, que han sido trasladadas principalmente a La Tirana, se empieza a priorizar lo espectacular por sobre lo devocional. Es así que gran cantidad de jóvenes ingresan a las filas de estas “sociedades”, como lo harían en un conjunto folklórico o en grupo coreográfico rockero, buscando un lucimiento personal ante un público masivo. Es destacable insistir que esta situación es claramente identificable en el pueblo de la Tirana y, en menor grado, en la quebrada de Livílcar. Una de las causas apuntaría a la fe y a la devoción reales: para llegar a Las Peñas hay que caminar más de tres horas por quebradas, acantilados y desiertos (“cansados llegamos buscando a María, por cerros y pampas...”), y eso implica un gran sacrificio, superable sólo con la verdadera presencialidad de la fiesta; a La Tirana se llega fácilmente en vehículo.
Entonces, ya es común en todas las celebraciones religiosas del norte con “sociedades danzantes”, una doble presencialidad: los que “son” y “están” en función de la devoción y los que “están” en la perspectiva del espectáculo escénico y que no alcanzan a “ser”.
2.2. Participación e integración en la fiesta de los promesantes
Dada su multietnicidad, los danzantes de las “sociedades”, durante la mayor parte del año, no se sienten parte de una colectividad/comunidad. El sentido de pertenencia reaparece con las primeras reuniones y los primeros “ensayos”, un par de meses antes de las festividades señaladas. Pero es en las fechas respectivas, cuando se inician las “despedidas” de los propios altares, el momento en que cada uno empieza a presencializar la fiesta. El momento en que además de la devoción que integra, reaparece la unidad en el diseño y el color del vestuario y en la participación de los pasos y mudanzas igualados en la práctica constante, reencontrándose, así, en los mismos objetivos, redescubriéndose iguales, reconociéndose en el otro y asumiéndose en el “ser” íntimo de la pertenencia y de la complementariedad que les entregan la posibilidad del “estar”.
La ancestralidad de la práctica de la danza para agradecer y solicitar a “lo divino”, particularidad de cada colectividad/comunidad, se suma a la religiosidad occidental en el rito mariano de reconocimiento a la maternidad de Jesús, universalizando su “adoración” a través de distintas agrupaciones que representan gran cantidad de identidades que, precisamente por sus profundas diferencias, generalizan ese reconocimiento y esa “adoración”. Así, a los antiguos “chinos” pirquineros, cuya coreografía –según Antonio Acevedo Hernández- nació de una pelea a corvo entre un devoto de la virgen de la Candelaria y otro de la del Carmen; nortinos, chilenos; se agregan los “morenos” que representan a los negros esclavos que reproducen en sus mudanzas los pasos limitados por las cadenas y las matracas su sonido onomatopéyico; los “chunchos”, recordando a las etnias amazónicas; los “pieles rojas” y los “apaches” a las etnias del norte de América; los “gitanos”, a húngaros y españoles; los “alí babá”, a los árabes; los “chilenitos”, a los huasos de la zona central; las “cullacas” y los “pastores”, a los aymaras; etc. Una diversidad de nacionalidades participantes que reafirman la universalidad de la devoción e integran la “adoración”. Esta metáfora del “inconsciente colectivo” es el aporte de la occidentalización a la vernacularidad de la danza.
Entonces, los católicos danzantes de La Tirana y de Las Peñas, se sienten “estando” y “siendo” en la más amplia participación devocional que permite la integración de los creyentes de todo el mundo en la pertenencia filial a un solo “padre” y una sola “madre”, generadores de “familia” y, por lo tanto de unidad.
2.3. La dualidad de la danza de los promesantes
La transformación que tiene el promesante ante su presencialidad en la fiesta es una de las oposiciones más interesantes que he tratado de estudiar: mujeres y hombres, desde obreros a profesionales, cruzando todo el espectro social, cultural y económico, en el momento de vestir el traje correspondiente, escuchar el sonido de los instrumentos de viento y encontrarse en el espacio físico respectivo, cargado del “imaginario religioso", se asumen distintos y actúan distinto. Ni la edad, ni el sexo, ni el físico representan un impedimento para los desplazamientos, para los saltos, para el larguísimo tiempo que demoran sus mudanzas. Es el momento cuando dejan de “ser el de siempre” para “ser otro”, en la necesidad de la participación y de la integración con los iguales transitorios. Es ésta, entonces, la primera dualidad que permite la construcción de la unidad.
Las antiguas “sociedades” tenían entre sus bailarines a “diablos figurines”, más conocidos como “los diablos chilenos”, vestidos enteramente de rojo y con máscara de cuernos pequeños y con cola lanceolada. Estos “diablos chilenos” giraban bailando y saltando en torno a las dos hileras de danzantes, tratando de interrumpir la simetría de su coreografía. En palabras directas, de separar la unidad, de interrumpir la adoración divina, y de “ganar almas” para “Lucifer”. Esta antigua oposición entre “el bien” y “el mal” se transforma con la aparición de las “diabladas” que, conteniendo la misma dualidad, por su colorido y espectacularidad, desplazan definitivamente al diablo chileno. Pero esta misma “diablada" llena de seres demoniacos que danzan en honor a la divinidad, son sometidos por el arcángel (hombre, no mujer) que, espada y escudo en mano y brazo, dirige los desplazamientos “del mal” para llevarlo hasta el camino “del bien”. Así, nos encontramos con otra dualidad de los promesantes, quizás, la que atraviesa todo el acontecer de estas fiestas.
La disposición de los danzantes en dos hileras contrapuestas no se refiere solamente a sus movimientos encontrados, sino, incluso, a elementos de su indumentaria. Es el caso de las “cintas” terciadas y bordadas con el nombre de la sociedad, que cruzan sus pechos y espaldas en dirección contraria a la de la hilera opuesta, o las rosas de telas que adornan el hombro izquierdo o derecho, según sea su ubicación en el baile. Si se tratara solamente de pasos de desplazamiento, podría entenderse esta situación como un ordenamiento lógico de avance, pero cuando se detienen y despliegan toda la riqueza de las mudanzas coreográficas, mantienen el contraste y el balance perfecto del equilibrio necesario. Sólo el “caporal” o “caporala” rompe por momentos ese equilibrio, cuando se desplaza a un lado u otro, para recomponerlo rápidamente tomando, otra vez, su centro. Es la necesidad de la comparación, de verse en el otro, de referenciarse en el otro, para descubrirse igual.
Podría argumentarse en contrario que se danza en dos hileras dada la presencia de ambos sexos en el baile y hasta por un supuesto sentido estético. Pero no es así. Incluso en los bailes que integran sólo mujeres o sólo hombres se mantiene el mismo ordenamiento.
Los danzantes se cruzan, giran, quedan en una sola línea, avanzan. Pareciera que la primera disposición oposicional se rompiera. Pero uno, dos, tres saltos, y se vuelve a recuperar la necesaria armonía del equilibrio permanente, de la simetría perfecta, sometiéndose las individualidades voluntariamente a los intereses superiores de la colectividad/comunidad.
Glosario
* “challa” (ch'alta) rito de “bendición” con hojas de coca y alcohol.
* “anguña” especie de collar que se cruza en pecho y espalda formado por productos vegetales.
* “mistura” harina y papel picado, generalmente, de color.
Bibliografía
Artaud, Antonin. El Teatro y su Doble. Italia.1 968
Antei, Giorgio. Conferencia Rito y Representación. Colombia. 1997
Barrios, Patricio. Identidad, Idiosincrasia y Género. Chile. 1998.
Barrios, Patricio. Folklore y Escenario. Chile. 1993
Bonte, Pierre. Etnología y Antropología. España. 1996.
Fornet, Ambrosio. El (otro) Discurso de la Identidad. Cuba. 1996
Jesi, Furio. La Festa e la Mecchina Mitologica. Italia. 1972.
Kerenyi, Karl. La Religione Antica. Italia. 1951.
Maturana, Humberto. El Sentido de lo Humano. Chile. 1994.
Rousseau, J. J. Petits Cher d’ouvres. Francia. 1876.
Sepúlveda, Fidel. Octavio Paz: Poética e Identidad. Chile. 1993.
Torres, Misael. Trilogía del Diablo. Colombia. 1998.



Comments are closed.