-Lo ritos son necesarios- asevera el zorro solemnemente.
El principito, con el espíritu inquisidor que le caracteriza, pregunta:
-¿Qué es un rito?- a lo que el zorro responde:
-Es lo que hace que un día sea distinto de los otros días;
una hora, de las otras horas.
Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito.
El jueves bailan con las muchachas del pueblo.
El jueves es, pues, un día maravilloso.
Voy a pasearme hasta la viña.
Si lo cazadores no bailaran día fijo,
todos los días se parecerían,
y yo no tendría vacaciones-.


Del libro "El principito", de Antoine Saint Exupéry

1. Introducción
Desde las sociedades primitivas a las modernas, la sexualidad ha jugado un rol especial, ligándose, muchas veces, a concepciones mágicas, compartidas comunitariamente y transformadas, en la práctica, en ritos de iniciación y traspaso desde la infancia a la adultez...


Gran cantidad de manifestaciones humanas materiales –con altos grados de desarrollo estético-, a lo largo del tiempo, han expresado esta especial orientación: representaciones fálicas, estatuillas femeninas con los órganos de la fecundidad acentuados, figuras encintas, cópulas animales, etc.

Las relaciones sexuales, como acto social y hecho cultural básico, están afectas a la sanción también social, sea positiva o negativa, incorporándose a la aceptación del principio aristotélico básico en lo que se refiere a la reproducción, mantención y proyección del grupo humano en cuestión: Así, los conceptos de mimesis y poiésis –imitación y creación- se internalizan en cada sujeto aceptando voluntariamente las reglas del juego común y, por lo tanto, construyendo y aportando a la supervivencia de la comunidad.

La sexualidad aparece inserta en un marco de relaciones sociales y políticas más amplio, que regulan –por ejemplo- formas de matrimonio y autoridad en la relación, monogamia, poligamia, endogamia, exogamia, incesto, amor libre, homosexualismo, etc.

La imitación constante –mimesis- como forma de reproducción de la comunidad incorpora una serie de acciones que permiten la homogeneidad en torno a su cosmovisión particular: relaciones al interior de la comunidad, relaciones con otras comunidades, panteón religioso, diálogo con el entorno natural, identificación con una historia común, aceptación de la estructura jerárquica y de los roles, proyecto compartido de trascendencia y permanencia, etc.

En este sentido, las comunidades/sociedades estructuran formas de participación de sus componentes referenciados a su posición en el interior respecto a la edad, al sexo, a la condición social jerárquica, definiendo pasos claramente establecidos para un nuevo rol, contenidos en rituales asumidos como identidad singular, incorporándolos al sistema de creencias y prácticas religiosas (o mágico religiosas) organizadas, aceptadas y desarrolladas comunitariamente.

El rito se mantiene en la vida social por la reaparición de las circunstancias que lo originan y, por lo tanto, requieren la repetición permanente de su ejecución. Se caracteriza por procedimientos cuya puesta en práctica implica el objetivo de imponer su marca al contexto que su propia intervención contribuye a construir, definir y mantener. “Los procedimientos rituales son más paradójicos que significativos, puesto que el rito se propone cumplir una tarea y producir un efecto representando ciertas prácticas para capturar el pensamiento, llevado así a ‘creer’ más que analizar su sentido”. El rito no está supeditado, en modo alguno, a las prácticas religiosas como elemento secundario de la concepción cosmogónica; en contrario, es la religión la que necesita –para su permanencia- del rito, ya que se manifiesta a través de él y reivindica, como propia, la exclusividad de su realización.

Algunos estudiosos –como Marvin Harris, por ejemplo-, han definido estas acciones comunitarias como ritos comunitarios de solidaridad y ritos comunitarios de paso. Harris define a los primeros como totemistas, que permiten una identificación y un sentido de pertenencia profundos a los miembros del grupo y una defensa irrestricta de su estructura en comparación con otros grupos. Como la pertenencia es restringida, el rito grupal también indica que está representando el dogma mitológico de una ascendencia común, reafirmando e intensificando el sentido de la identidad, y proyectando la necesidad, para la sobrevivencia y trascendencia de la comunidad, de la descendencia.

Los ritos de paso, expresión empleada por primera vez por A. Van Gennep (1909), se refieren a que todo individuo pasa por varios estatus en el transcurso de su vida y que las transiciones están frecuentemente marcadas por ritos elaborados de distinta forma según las sociedades. El nacimiento se manifestaría como el primer rito de paso. La infancia puede estar dividida o no en varios estadios, pero es el acceso a la edad adulta la que va normalmente acompañado de ritos de paso, igual que la condición de futura madre durante el embarazo, y de madre después del nacimiento. La muerte vendría a constituirse como el último rito de paso que sirve para conferir al difunto propiedades nuevas que permitirán, o no, transacciones futuras y posibles intervenciones en el mundo de los vivos. “Todos estos ritos presentan, desde un punto de vista formal, una fase de separación en la que el individuo sale de su estado anterior, una fase de latencia, donde el individuo está entre dos estados, y una frase de agregación, en la que la persona adquiere su nuevo estadio”.

El paso de la infancia a la edad adulta, entendiéndola como un cambio en el rol del individuo en la comunidad ha tenido, históricamente, un sello diferenciatorio respecto de otros estados de paso. El componente sexual y la importancia que adquiere la persona como actor protagónico de los actos sociales y hechos culturales le ha asignado tal distinción. Así, diversas comunidades en todo el mundo han estructurado ritos de iniciación sexual, en el momento del abandono de la infancia por parte del individuo, momento definido, biológicamente, por la menarca (aparición de la primera menstruación), en el caso de las mujeres y, en el caso de los hombres, con la primera eyaculación.

La iniciación sexual se transforma, entonces, en engendramiento de una identidad social que produce y reproduce, que mantiene y trasciende la comunidad. Esta identidad, a la que el rito confiere frecuentemente la calidad de una vida nueva, es la condición de su propia reproducción, puesto que sólo los iniciados están habilitados –y obligados, por identidad y pertenencia- a efectuar las acciones iniciáticas. Así, la iniciación es un rito de identidad que contiene, por lo tanto, el principio de su propia repetición.

Para profundizar estos aspectos, además de las investigaciones propias realizadas entre las y los jóvenes estudiantes del nivel de enseñanza media de la región de Tarapacá, nos referiremos a estudios y afirmaciones del profesor de ética y sacerdote español, Marciano Vidal, cuestionado permanentemente por la Iglesia Católica desde la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que aborda una aproximación global –y particular- a la antropología y a la ética de la sexualidad, acercándonos, a través de él, a algunas de las posiciones internas de la iglesia; también de la doctora en filosofía y profesora de ética y filosofía política, Alicia H. Puleo, en su análisis propuesto en la “Dialéctica de la sexualidad: género y sexo en la filosofía contemporánea”; además, utilizaremos el capítulo “Aspectos antropológicos: mito y religión”, contenido en el libro “Política sexual”, de Kate Millet, destacada ensayista estadounidense; lo que nos permitirá incursionar, desde la perspectiva de género, el tema de la sexualidad.

2. Antecedentes históricos

Un relato mitológico de los indios nivakle, asevera que, en los inicios de la vida, la tribu de los hombres era temerosa de la tribu de las mujeres, porque las habían visto comer pescados, como ellos, por la boca, pero antes de hacerlo los habían triturado con los dientes que tenían en la vagina. Entonces, los hombres tomaron la decisión de acercarse. Una noche, encendieron una gran fogata y bailaron y cantaron durante horas para las mujeres que se sentaron con las piernas cruzadas en torno al fuego observando los desplazamientos varoniles, hasta que, agotados por la danza y el canto, desfallecieron. Entonces, las mujeres, los tomaron en sus brazos y los llevaron a sus chozas. El lugar en que habían estado sentadas quedó todo cubierto de dientes.

Son cientos los relatos y testimonios de rituales de iniciación sexual –y de la simbología que ellos encierran- en todos los pueblos del mundo. Para contextualizar, citaremos algunos referidos al continente americano:

Los hombres y las mujeres de la cultura Chinchorro, en las costas de Tarapacá, Chile, y del sur de Perú, iniciaban a sus jóvenes cubriendo, por primera vez, sus genitales con sendos faldellines fabricados con fibra vegetal (totora). Entre los ocho y diez años –dada la escasa expectativa de vida (30 años aproximadamente), hombres y mujeres, ingresaban a un nuevo estadio: en el anterior nada cubría sus cuerpos. De esta forma, toda la comunidad costera se percataba, visualmente, de la nueva condición. Seguramente, se debe haber celebrado grupal y públicamente.

Los indios de San Blas, en Panamá, para celebrar el inicio de la vida sexual de sus mujeres, luego de que fuera comunicada la ocasión a toda la comunidad por sus padres, construían, en su habitación, una casucha de hojas de palmera, conocida como surba, dentro de la cual se confeccionaba otra más pequeña aún, donde se encerraba a la niña. Allí se le sometía a una incesante administración de duchas de agua de mar, que eran suministradas hasta por ocho equipos que se turnaban durante todo un día y toda una noche. Luego, la muchacha era pintada totalmente de negro con el tinte de la yagua o genipa (vegetal de la familia de las rubiáceas), con la significancia vox populi que estaba en condiciones de procrear y de reproducir.

Entre los tehuelches (gente tosca) o puelches (gente del este), en el norte de la Patagonia, se ejecutaban ceremonias de pubertad femenina ante la aparición de la menarca, enak. La madre de la muchacha pregonaba el suceso, iban a verla las otras miembros de la comunidad y, en un momento, se armaba un toldo que se pintaba de modo muy colorido, bailando en bulliciosas fiestas alrededor de fogones encendidos al aire libre, bajo los rayos del sol o en la oscuridad de la noche. Así, toda la comunidad se enteraba de la disposición y del nuevo estado al que ingresaba la muchacha.

En el pueblo Wichi, llamados matacos (animal de poca monta) en tono peyorativo por los españoles, del este de Salta, Argentina, las jóvenes bailaban las distintas fases de la luna teniendo por centro a la protagonista del rito, con los cabellos sueltos. Se danzaba así porque creían que la luna influye misteriosamente en la primera menstruación. A la hora vespertina del día siguiente los hombres transforman la fiesta con su presencia y su baile alegre y desordenado. De esta forma, pública y bulliciosa, una mujer anunciaba su alejamiento definitivo de la infancia.

En las comunidades Lenguas, en el Gran Chaco, Argentina, los hombres se visten como demonios enmascarados que rodean amenazantes y acosan a la muchacha, que se inicia como mujer, con un baile aterrador. Para defenderla, las otras mujeres lenguas forman un semicírculo de defensa, danzando, para ahuyentar a los malos espíritus. Actividad comunitaria que permite el conocimiento y reconocimiento tangible y público de la nueva condición de la iniciada.

En los pueblos de la cultura Marajó, Brasil, a las jóvenes que comienzan con su primera menstruación, se les hacen diferentes tipos de marcas de honor, con dibujos simbólicos, que tienen la función de propiciar la fertilidad y evitar que queden estériles. En algunas regiones se les hacen escarificaciones ornamentales en el cuerpo con una cuchilla y, después, se arroja ceniza en las incisiones para aumentar la cicatriz ubicadas en el vientre, en la cara o en el interior de los muslos. En otras zonas se les hacen tatuajes en la boca, en el pecho, en la frente, en la barbilla, la nuca, en las manos. En otras, les perforan los labios y los adornan con piezas de exuberante tamaño y forma. Así, anuncian a los cuatro vientos que ya son mujeres.

3. Antecedentes actuales
La naturalidad con que las culturas primigenias asumían el tema de la sexualidad de sus miembros, asimilándolo a la categoría de bien social, toda vez que los individuos iniciados eran garantía de supervivencia y perdurabilidad como grupo cultural, asegurando descendencia y trascendencia, no tiene una relación paralela en las sociedades actuales, donde la individualidad es un bien supremo por sobre lo colectivo. A este respecto, Marciano Vidal, plantea la exacerbación occidental de la “dimensión personalista de la sexualidad”, entendiendo –desde su perspectiva- que se tiene que medir desde la persona y hacia la persona, pero que la valoración personalista no es lo mismo que la valoración individualista. Por eso mismo, siguiendo al mismo autor, “la sexualidad no es un asunto individual; ni siquiera un asunto que pasa entre dos. El comportamiento sexual se abre al ‘nosotros’ social”.

El sexo, como valor básico de la existencia junto a la alimentación, la vivienda y el vestuario, no tiene en las sociedades occidentales la visibilidad correspondiente a los otros tres, producto de la patriarcalización del conocimiento impuesto desde el cual se supone que “las diferencias biológicas de la mujer hacen de ella un ser aparte (...) esencialmente inferior”. Por ejemplo, la menstruación aparece como un hecho clandestino, oculto, no socializable, que habla de la impureza de la condición de mujer, estigmatizándola desde el punto de vista sicosocial, en contrario con lo asumido culturalmente en nuestras sociedades ancestrales donde, desde la menarca, las mujeres alcanzaban una mayor y superior valoración y, por lo tanto, se hacía público, asumiéndose como un orgullo para los progenitores, que eran precisamente los encargados de la divulgación de tan importante hecho social.

Nos permitimos a continuación, para no comparar exclusivamente el pasado con el presente, recurrir al adivinancero popular chileno –de preferencia cultivado en la zona central- donde la naturalidad de lo social de la sexualidad (sin limitar ni censurar respecto a la edad del auditorio de la cultura oral campesina) es sostenidamente practicada como un hecho vigente. Por ejemplo, en el juego de las adivinanzas, para alcanzar la respuesta de “el ojo”, se recurre a los versos “pelo arriba/ pelo abajo, / al medio/ tiene un tajo”. O para conseguir que el o la interpelada llegue a la conclusión que lo que se pregunta es “el sueño”, se juega con las palabras verseadas de “vamos niña a la cama/ a hacer lo que ‘hacimos’ siempre,/ juntar pelos con pelos/ pa’ qu’el pájaro entre”. O este otro que requiere como respuesta “el llanto”: “una niña/ por bonita que sea,/ no deja de mojarse/ los pelitos cuando mea”.

Queda claro, con los ejemplos citados (entre miles que circulan) que la socialización, a través de lo lúdico en el imaginario colectivo, manifiesta de manera rotunda “lo normal” de la referencialidad de lo sexual en lo cotidiano de las comunidades rurales, quizás por su lejanía, en términos de espacio y temporalidad, con lo urbano y, por lo tanto, con lo más occidental.

Esta naturalidad con que se enfrenta el tema de la sexualidad en el mundo rural, podría tener incidencia directa en el resultado de estudios sobre la masturbación entre los púberes de ambos sexos, donde claramente queda establecida la menor actividad y frecuencia masturbatoria.

Entendiendo la acción cultural de las adivinanzas en el mundo rural como uno de los procesos naturales y lógicos de enseñanza-aprendizaje no sólo de la cotidianeidad del espacio, sino, también, como un medio en el proceso de aprender y aprehender “lo sexual”: y asimilando las prácticas masturbatorias como autoerotizantes y, por lo tanto, también como un proceso similar de aprendizaje de lo erógeno, de la genitalidad (despojándolas, de manera más que obvia, de toda carga de culpabilidad religiosa o de daño físico y/o sicológico sobre los y las practicantes), podríamos inferir que la menor actividad y frecuencia de la masturbación –masculina y femenina- en el mundo rural se debe precisamente a lo enunciado anteriormente: a la naturalidad con que se enfrenta la sexualidad y, por esa misma naturalidad, la aparición más temprana de las relaciones heterosexuales.

Según el llamado Informe Kinsey, que contiene los resultados del mayor y más completo estudio sobre el comportamiento sexual de hombres y mujeres, con más de 18.000 muestras, entre 1937 y 1948, realizado por Alfred Kinsey y su equipo de trabajo, el 92% de los hombres practicó alguna vez la masturbación y entre las mujeres el 62%. Y anota el dato interesante que los jóvenes del medio rural agrícola se masturban con menos frecuencia que los del medio urbano, principalmente en el curso de la adolescencia.

Desde el punto de vista médico, la masturbación es considerada, en el adulto, como “sustitutiva” ante la ausencia de pareja sexual y, en el caso de los y las jóvenes sólo se le entrega la afirmación de “normal”. Desde la perspectiva biológica, según G. Santori, refiriéndose a los hombres plantea que “las glándulas del aparato genital tienden a vaciarse de sus secreciones, por tanto, desde un punto de vista estrictamente biológico, la eyaculación espontánea o provocada, representa una exigencia del organismo” . Desde la antropología, como teoriza M. Vidal, la acción masturbatoria en los y las jóvenes sería una característica del largo proceso de evolución sexual que los llevaría a un conocimiento de su propia sexualidad en consonancia con las prácticas y creencias permanentes de su comunidad.

En el estudio “Percepción y conducta de los chilenos frente a la sexualidad”, realizado por la Universidad de Talca, en un universo de 500 personas (48% hombres y 52% mujeres), en el mes de abril de 2004, se constata que el 53% de los chilenos se inició sexualmente antes de los 18 años. El 83% de los hombres tuvo su primera relación sexual previa a la mayoría de edad (18), mientras en las mujeres bajó al 49%. El sociólogo de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) apunta, frente a este estudio, que “aún son determinantes valores culturales que apuntan a que las mujeres se deben iniciar sexualmente cuando se casan o cuando establecen relaciones de parejas estables”, dando cuenta de la diferenciación de roles y sus supuestas responsabilidades además de sus respectivos y fundamentales deberes.

En coincidencia, las estadísticas de que se dispone en nuestro país (año 2000) indican que la edad de iniciación sexual de los jóvenes bordea los 17 años. Un estudio realizado en una muestra de más de cuatro mil jóvenes de las distintas regiones, muestra que el 52% de los consultados inició su vida sexual antes de los 17 años, mientras que el 79% se encontraba sexualmente activo a los 18.

Entrevistas con adultos donde se les consultó por su primera experiencia sexual de pareja, así como intervenciones con jóvenes de la enseñanza media (14 a 17 años, hombres y mujeres) arrojaron interesantes respuestas que pretendemos analizar en este trabajo que podrían dar algunas señales del comportamiento sexual de hombres y mujeres púberes al enfrentar la decisión de, genitalmente, iniciar su vida sexual.

Por otro lado, a través de la observación y las consultas, contenidas en nuestras investigaciones, podría aparecer una especial caracterización visual de aquellos hombres y mujeres, menores de 18 años que, mediante una decodificación de sus signos y símbolos, nos permitiría especular en torno a la “anunciación” de su condición real de hombre o de mujer aptos sexual y socialmente.

4. La invisibilidad estructural y conductual de las culturas particulares

La occidentalización de nuestra sociedad y la uniformidad que conlleva la mundialización, transformando la supuesta libertad en un totalitarismo absoluto en la pretendida imposición de un modelo único, junto con arrinconar y eliminar las singularidades idiosincrásicas e identitarias de las comunidades, determina que aquellas que intentan mantenerlas tienen estructuras y conductas culturales primitivas, por lo tanto, conservadoras, retrógradas, negadoras de los desarrollos reales y de los accesos a mejores niveles de vida.

La sacralización que autores como Berger le entregan a la globalización, en el intento de minimizar, en términos de conceptualización, sus efectos negativos, reconoce que se ha extremado tanto “la promesa de una sociedad civil internacional” que pueda construir la paz y la democracia duraderas en el planeta, como la denuncia de la “hegemonía económica y política estadounidense, cuya consecuencia cultural sería un mundo homogeneizado”, con la consecuente anulación de las singularidades nacionales, regionales, locales y comunitarias.

Las dependencias frente a los grandes capitales internacionales, no sólo de los estados-naciones, sino, a través de la mundialización de los medios de información, ha redundado en permear los imaginarios colectivos, imponiendo paradigmas individuales de “superación”, de “éxito” y de “modernidad”, con el abandono –u ocultamiento- de prácticas culturales propias.

Con ocasión de la llegada de los europeos, de la conquista y de la ocupación permanente de los territorios americanos –con identidades propias y rotundamente diferentes a las del “viejo” continente-, obviamente se traspasaron y se trataron de imponer concepciones espirituales, definiciones de propiedad, estructuras sociales y políticas.

La necesidad de justificación de los avasallamientos culturales ha tenido una línea conductual permanente en el mundo. En el caso de América, ya a fines del año 1500, gruesas obras literarias, con pretensiones de crónica, empiezan a hablar del salvajismo y la barbarie de los indígenas americanos. Se plantea que más allá de su veracidad histórica, el canibalismo, por ejejmplo, es un símbolo, una prueba. Muestra la legitimidad de la conquista, que termina con los horrores y el furor de la barbarie, y afirma la superioridad de Europa. La visión etnocéntrica transformaba los hechos en valoraciones; cargaba de criterios morales las costumbres, la indumentaria, la religión.

No es nueva en la historia la actitud de ocultamiento de lo particular ante la imposición de lo general. Es el caso de la celebración de las fiestas de carnaval en los pueblos andinos de la región de Tarapacá, en las cuales es común el embadurnarse la cara con harina. Me permito citar a este respecto, parte de un artículo publicado, de mi autoría, en la revista Aisthesis, del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile: “El uso de máscaras o, simplemente, pintarse la cara con harina –que podría parecer una actividad lúdica entre las distintas manifestaciones del carnaval- aparece como una condición importante en una doble dimensión: primero, en la de parecerse al otro, en la posibilidad de que todos sean iguales en la forma y en el fondo, en la perspectiva de constituir una sola imagen identificatoria y profundamente integradora de los participantes y, segundo, en la de ocultamiento de la individualidad–. Según algunos investigadores, el uso de la máscara o el de pintarse la cara obedecería a una centenaria costumbre nacida desde la audacia y el temor: desde la audacia toda vez que ante la prohibición del “conquistador” de celebrar “actos paganos”, reñidos con la enseñanzas cristianas, continuaron con sus práctica; y, desde el temor, por la necesidad de ocultar sus rostros para no recibir el castigo tanto de los “conquistadores” como del “dios de los conquistadores”, en el caso de que tuvieran razón y los descubrieran en el supuesto paganismo”.

El ocultamiento premeditado desde la comunidad, o la invisibilidad dirigida desde el aparato dominador, le entrega una dimensión superior a la importancia de los estudios antropológicos, al intentar descubrir los códigos y los signos que no aparecen en la materialidad de lo cotidiano, como en el caso que nos preocupa de la sexualidad en los jóvenes tarapaqueños y su posible iniciación concertada desde modelos culturales permanentes, toda vez que existen mínimos antecedentes bibliográficos al respecto.

5. La interrogante de la continuidad
En base a los antecedentes históricos y actuales que poseemos; a las aproximaciones que hemos realizado a elementos endógenos y exógenos contenidos en la cultura de la región de Tarapacá; a los datos estadísticos, internacionales y nacionales, en torno a las edades comunes en que se reconoce la primera experiencia sexual de pareja; y a interesantes testimonios de hombres y mujeres –jóvenes y adultos- que hemos acumulado y que pretendemos profundizar, queremos plantear, una primera interrogante inicial, que se manifiesta en el título:

¿Existen actualmente, entre los y las jóvenes estudiantes de Enseñanza Media de la región de Tarapacá, formas de iniciación sexual que podrían entenderse como ritos?

En la medida que la respuesta, en base a resultados científicos, fuera afirmativa, nos permitiríamos enunciar una segunda interrogante:

¿Se mantiene una continuidad cultural en los conceptos rituales de iniciación, respecto a los antecedentes históricos?

En referencia a lo planteado en el título, en las páginas y puntos precedentes, más allá de las diferencias de forma y estructura social, política y económica, producto de la asimilación del conocimiento y el desarrollo de la tecnología de nuestras sociedades actuales, se plantea constatar la presencia o ausencia de prácticas grupales y comunitarias que pudieran incidir en el mantenimiento de fórmulas de iniciación sexual en los y las jóvenes estudiantes de Enseñanza Media de la región de Tarapacá, en Chile. Por lo tanto, la presunción o hipótesis que pretendemos probar es la existencia de una continuidad ritual, en los y las jóvenes mencionados de la región, respecto a su iniciación sexual, entendiéndola como su primera relación heterosexual.

Bibliografía
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- Barrios, Patricio, “Dos Fiestas del Norte Grande: un análisis en relación a tiempos, presencias, participación y dualidad”.
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- Contreras, Roberto, “Presencia funcional de la adivinanza en la provincia de Concepción, Chile”.
- Galeano, Eduardo, “Memoria del fuego”
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- Risquet, Jorge, “Globalización y neoliberalismo”.
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- Tamayo-Acosta, Juan José, "Los sacramentos: liturgia del prójimo".
- Universidad de Talca, “Percepción y conducta de los chilenos frente a la sexualidad)
- Valencia Solanilla, César, "Los cantares de Dzitbalché: los rituales del amor y de la muerte".
- Vidal, Marciano, “Ética de la sexualidad”.
- Vidal, Francisco y Donoso Carla, “Sexualidad y VIH/SIDA en el mundo marítimo portuario de Valparaíso”.

(Trabajo presentado en la Carrera de Antropología Sociocultural, Universidad Arturo Prat, 2004)



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